. Gestión Universitaria

Research article

La Persistencia de la Visión: Algunos Desafíos para la Política Universitaria a partir de los Cambios Sociales en la Argentina Reciente

 

Gabriel D. Noel
IDAES/UNSAM – CONICET – Argentina

Resumen

La sociedad argentina ha experimentado una serie de cambios en las últimas décadas que han registrado un fuerte impacto sobre la composición del estudiantado universitario. Sin embargo, las universidades siguen en gran medida fijadas sobre un modelo de alumno de tiempo completo que fuera predominante en el pasado, pero con el que cada vez menos estudiantes se corresponden. El objeto del presente paper es mostrar de qué manera las transformaciones sociales mencionadas han impactado sobre la “clientela” universitaria así como presentar algunas de las trayectorias novedosas que podemos encontrar al interior de las instituciones de nivel superior y sus constricciones y dificultades, con el objeto de suscitar una reflexión que permita a las Universidades argentinas salir de una implícita percepción nostálgica y temporalmente desfasada sobre las que construyen sus dispositivos, prácticos y criterios de evaluación y exigencia, y que obstaculizan la construcción de una Universidad genuinamente democrática.


Palabras Clave: Cambios en la Estructura Social (Argentina), Estudiantes Universitarios, Política Universitaria

 

The Persistence of Vision: Some Challenges for University Policy posed by Social Transformations in Contemporary Argentina

Abstract

The Argentinean society has undergone a series of dramatic changes in the last few decades, changes that in turn have had a deep impact on the composition of the population of local Universities. However, many Universities remain stuck over a model student with full-time dedication that was the predominant situation in the past, but which has become less and less frequent in the last years. The goal of the present paper is therefore to show the impacts of the aforementioned transformations in the student population of local Universities, as well as describing some of the new kinds of students that may be found in current college-level populations. This may enable us in turn to move away from an outdated and nostalgic perception that place heavy restrictions on the policies and criteria of evaluation and quality, blocking the way towards building a more democratic University for all.


Key-words: Transformations in Social Structure (Argentina), University Students, University Policy

 

Las Teorías Nativas sobre la Crisis de las Instituciones de Enseñanza

Recuerdo con claridad que una de las primeras cosas que capturó mi atención cuando comencé a realizar trabajo de campo etnográfico en instituciones de enseñanza fue la frecuencia con la cual la frase “¡la escuela ya no es lo que era!” aparecía en el discurso de docentes, directivos y demás agentes del sistema educativo. La exploración pormenorizada de sus usos y condiciones de formulación me permitió iluminar dos lecturas analíticamente distintas – aunque casi siempre coexistentes en un mismo acto de enunciación – de esa fórmula obsesivamente repetida: por un lado, una fundada sobre la indignación moral, sobre el escándalo, en la cual la frase funcionaba como una suerte de expletivo (¡cómo es posible que la escuela ya no sea lo que era!) por el otro, un uso interrogativo y dubitativo que parecía nutrirse de una cierta perplejidad (¿cómo llego a ser posible que la escuela dejara de ser lo que era?).

Habiendo establecido esta doble dimensión de la enunciación, y estando ya lo suficientemente avanzado en el trabajo de campo como para permitirme interpelar a mis informantes sin por ello poner en riesgo el indispensable rapport, comencé a responder estas invocaciones con una objeción que en su momento me parecía obvia y contundente: “… pero la sociedad argentina tampoco es lo que era”. La implicatura conversacional incrustada en mi protesta era evidente para mí: si la sociedad argentina había cambiado en formas significativas y reconocibles – y la evidencia de esos cambios era en esos años tan cercanos a la crisis de 20011 difícil de negar – mal podía esperarse de la escuela (o mutatis mutandis de cualquier institución) que hubiese permanecido idéntica a sí misma. Sin embargo, esta conexión parecía ser cualquier cosa menos obvia para mis informantes, que al mismo tiempo que respondían con cierta vacilación con un “¡por supuesto!”, retomaban su argumentación ignorando la (para mí) lógica conexión como si fuera irrelevante. Ya sea que se enunciara o no en un “¿y eso que tiene que ver?” – y las más de las veces no se lo enunciaba, encubierto bajo ese respeto formal a la importancia del “contexto” inevitable en cualquier profesión de fe pedagógica – los cambios sociales y culturales que la Argentina atravesara durante las últimas dos o tres décadas eran soslayados a la hora de dar cuenta de esta escuela fuente a la vez de indignación y perplejidad. Todo ocurría como si, desde el punto de vista de buena parte de mis informantes, la escuela hubiera debido permanecer idéntica a sí misma (es decir, idéntica a esa imagen idealizada y nostálgica construida por vía retrospectiva a la que frecuentemente se denomina “escuela de antes”) aún frente a cambios sociales y culturales que ellos mismos reconocen de buen grado como profundos y reales.

Claro está que la perplejidad – en esto como en cualquier otro aspecto de la vida social – no puede ser sostenida en forma indefinida. Siendo los humanos como somos, apenas podemos evitar ensayar respuestas a los enigmas más o menos persistentes con los que nos enfrentamos, particularmente cuando representan un desafío a nuestras representaciones morales más arraigadas (GEERTZ 1987:97). Así es que la regla era que nuestros informantes tarde o temprano terminaran por poner fin a su perplejidad y encontraran respuestas satisfactorias (en el sentido literal de la palabra, esto es, que satisfacían su inquietud) a la pregunta de cómo era posible que la escuela no fuera lo que siempre (se supone) había sido2. Como hemos señalado en otras ocasiones (NOEL 2009:81ss, 2010) estas explicaciones pueden reunirse en dos tipos ideales más o menos simétricos, que denomináramos normativos y pragmáticos.

Los normativos son aquellos actores que en su diagnóstico parten de la prioridad de la norma, esto es, del principio de que las prácticas deben siempre sujetarse a las normas, y no al revés, particularmente cuando estas normas – en términos más específicos, los dispositivos y recursos del sistema educativo – se han mostrado eficientes y exitosas durante décadas. Allí donde este ajuste no se verifique, la discrepancia entre prácticas y normas será leída casi siempre en términos de un déficit moral o psicológico de naturaleza individual encarnado en los destinatarios de las prácticas de enseñanza y condenada en términos de una ética fundada sobre la responsabilidad individual, deudora de la universalidad del ciudadano racional y responsable por sí mismo que la escuela moderna tuvo a la vez como modelo y como objetivo.

A la hora de evaluar esta discrepancia en términos morales, aparece como central en la argumentación de los normativos una dimensión comparativa que los posiciona como analogado principal de referencia: encontramos entre ellos, en efecto, una predominancia notoria de actores que provienen de trayectorias familiares de clase media que, a partir de un más o menos lejano origen obrero o cuentapropista, completaron en forma efectiva su trayectoria de ascenso social intergeneracional hace una o dos generaciones y que, pese a haber sido afectados – y en ocasiones de manera muy notoria – por la experiencia reciente de empobrecimiento en lo que hace a sus recursos económicos, han conseguido mantener en pie en gran medida la reproducción de su capital social y cultural, aún a costa de grandes sacrificios3. Es precisamente desde esta inserción en la estructura social y de la trayectoria biográfica que la hecho posible que los actores normativos juzgan y censuran, desde una retórica de la responsabilidad, a los destinatarios del sistema educativo que no cumplen con sus expectativas psicológico-conductuales, o con reglas y normas diversas de la institución escolar, bajo el argumento “si yo, que soy pobre como ellos, pude, ¿por qué ellos no pueden?” o bien, “si mis padres, que vinieron de Europa con una mano atrás y otra adelante, se rompieron el lomo y salieron adelante, ¿por qué ellos no pueden?”. Claramente lo que estos actores ponen entre paréntesis es justamente la diversidad del impacto de las transformaciones sociales y culturales a las que hemos hecho referencia4 y que han alterado las experiencias de socialización y sociabilidad de los sectores populares a un punto difícil de imaginar desde la posición comparativamente privilegiada de los sectores medios empobrecidos. Así, aunque perciban de manera más o menos difusa que el ascenso social intergeneracional está a todos los efectos bloqueado, y que los hijos encuentran dificultades para reproducir las trayectorias sociales de sus padres, permanecen ciegos a las diferencias de los capitales sociales y culturales acumulados a lo largo de las diversas historias familiares, que colocan a ellos y a sus alumnos y allegados en posiciones muy distintas a la hora de enfrentar los desafíos suscitados por los cambios en la estructura social. Así se explica que a la hora de resolver el enigma planteado por la distancia entre una escuela “ideal” proyectada de forma nostálgica en el pasado y la escuela “realmente existente”, los normativos opten por preservar el componente de indignación clausurando el componente de perplejidad mediante esa implícita ceguera sociológica que imputáramos como su causa próxima.

Los pragmáticos, por su parte, optan por una vía contrastante y simétrica, ya que desde su visión la relación entre normas y prácticas es exactamente la inversa: las prácticas deben siempre primar sobre las normas, y allí donde entren en conflicto, son éstas las que deben flexibilizarse, tanto como sea posible para restablecer la concordancia. Si las instituciones del sistema educativo y sus dispositivos, por tanto, se muestran como problemáticos, es porque no han sabido flexibilizarse lo suficiente o no han tenido debidamente en cuenta las particularidades de su alumnado. Por consiguiente, allí donde el concepto clave de los normativos era el de responsabilidad, cuyo sujeto es el ciudadano universal de la ideología moderna, aquí el concepto clave es el de “cultura” y, específicamente, el de “cultura popular” o “cultura de la pobreza” – en un extremo – y el de “cultura posmoderna” o “cultura digital” – en el otro, dependiendo de los repertorios de lectura a los que hayan estado expuestos sus defensores.

A diferencia de lo mencionado para el caso de los normativos, estos actores provienen por regla general de sectores sociales cuya inserción en los estratos inferiores de la clase media es más reciente y precaria, y que por tanto conservan vivo el recuerdo de las dificultades para establecer y consolidar una trayectoria de movilidad social ascendente. Con frecuencia son además primera generación de docentes, y se han formado en las tradiciones pedagógicas que han emergido con fuerza desde los inicios de la transición democrática en relación con las cuales suelen contar con un conocimiento consolidado de la vulgata contemporánea de las ciencias sociales (ISLA y NOEL 2007).

En contraste con los normativos, que soslayan los efectos de las transformaciones recientes en la estructura social argentina y sus efectos en la subjetividad y la sociabilidad de los estudiantes, los pragmáticos reconocen de manera explícita – e incluso con entusiasmo – el vínculo sociológico que enlaza la subjetividad de sus alumnos con los cambios en la estructura social de la Argentina reciente, y hacen hincapié por tanto en la necesidad de particularizar y diversificar las estrategias de las instituciones educativas y sus agentes a la hora de “llegar” a sus destinatarios particulares. Por consiguiente, la “crisis” o el “fracaso” de las instituciones de enseñanza tendrán que ver para ellos con una censurable rigidez – encarnada en los normativos y sus planteos – y su renuncia a entender que, si no los objetivos que las mismas se plantearon durante el siglo pasado, al menos sus medios son inoperantes en los nuevos contextos. Sin embargo, como también hemos señalado enfáticamente (NOEL 2009), las recetas que suelen proponer los pragmáticos – aún cuando a primera vista puedan parecer sociológicamente mejor informadas que la de los normativos, y el estar inspiradas por sensibilidades morales quizás más compasivas – implica a todos los efectos una renuncia a que las instituciones educativas realicen lo que se espera de ellas, y su transformación – o más bien su consolidación definitiva – en un engranaje más de la reproducción intergeneracional de las diferencias sociales5.

Ahora bien: cuando dejé de frecuentar escuelas de barrios populares para pasar a realizar trabajo etnográfico en instituciones de enseñanza superior, me encontré con una situación algo distinta en términos de esta tensión entre indignación y perplejidad. Para ponerlo del modo más sencillo posible: los pragmáticos que constituían la mayoría notoria en las escuelas de barrios populares en las que había trabajado durante años, estaban ausentes. La indignación moral seguía allí a sus anchas – expresada en los enfáticos “la universidad/la educación universitaria ya no es lo que era” – pero la perplejidad entre los docentes universitarios tenía una muy corta vida media (si es que de hecho se le daba ocasión de manifestarse) y se veía reemplazada por ese diagnóstico preciso y vehemente que habíamos encontrado en nuestros normativos: son los estudiantes los que ya no son los que eran. Lo interesante del caso es que esto no implicaba, una vez más, que los docentes ignoraran el impacto de los cambios sociales y culturales en la Argentina reciente sobre la población universitaria. Pero una vez más, aún cuando el reconocimiento explícito de este vínculo fuera abiertamente enunciado en las teorizaciones obtenidas a partir de entrevistas, desaparecía de la retórica de los docentes cuando se trataba de usos concretos en sus prácticas cotidianas, para ser reemplazado por la forma ya conocida de un encadenamiento de atributos personales objeto de censura moral (los alumnos son “vagos”, “poco comprometidos”, “hacen la fácil”, “sólo quieren zafar”, “rehúyen el esfuerzo”) con ocasionales concesiones a una formación de origen que se supone deficitaria (“no saben/no les enseñaron lo que tendrían que saber”)6.

Si intentamos situar una vez más estas afirmaciones y los supuestos que subyacen a las mismas a la luz de las posiciones de estos actores en la estructura social de la Argentina contemporánea, a la vez que en relación con sus trayectorias biográficas como estudiantes universitarios en el pasado, la virtual unanimidad de la posición de los normativos en sede universitaria es comprensible. Como lo afirmáramos respecto de sus contrapartes en los establecimientos escolares, los docentes universitarios suelen ser los herederos de una trayectoria familiar ascendente que les permitió en el transcurso de dos o tres generaciones ingresar a la universidad y completar una carrera de nivel superior, no pocas veces al precio de un enorme esfuerzo personal y familiar. Sabemos desde hace tiempo (BOURDIEU y PASSERON 1988, 2003) que el proceso de ascenso social a través de la acumulación de capital escolar suele registrar una afinidad electiva con una ideología meritocrática que deposita en un puñado de valores morales – en lugar central el esfuerzo, pero también la constancia, la postergación de la gratificación, la disciplina – la clave del éxito personal en sede educativa (y, correlativamente, en la ausencia de estos mismos valores o en la presencia de sus contrarios, la del fracaso de los postergados o rezagados).

Sin embargo, esta imputación en el registro moral invisibiliza importantes dimensiones sociológicas y biográficas que intervienen en la configuración de una trayectoria universitaria “exitosa”, todas ellas ligadas en forma indisoluble a la posición de clase de muchos de los estudiantes que las Universidades – y en particular las Universidades públicas del conurbano bonaerense en las que he tenido ocasión de realizar trabajo de campo – reciben en la actualidad. A la hora de problematizar, por tanto, la argumentación meritocrática que se traduce en esa exasperada condena moral debemos detenernos en un nuevo escenario que atraviesa a las instituciones de enseñanza superior en la Argentina contemporánea, y que se caracteriza por un reclutamiento ampliado que diversifica la “clientela” de la educación universitaria y que incluye estudiantes con posiciones de clase sumamente diferentes de las de la base tradicional de la clientela universitaria, con oportunidades y restricciones sumamente particulares deudoras de los cambios en la estructura social de la sociedad Argentina contemporánea.

La Ampliación del Reclutamiento Universitario

La mayor parte de las reconstrucciones nostálgicas de la escuela o la universidad del pasado a las que ya hemos hecho referencia – y contra las que son desfavorablemente comparadas sus contrapartes contemporáneas – soslayan con frecuencia un aspecto fundamental para la comprensión de lo que se concibe como su “éxito” operativo o su funcionamiento relativamente pacífico: el hecho de que estas instituciones – incluso donde aparecen como más “abiertas” y “democráticas” – dejaban fuera, en grado variable, a amplios sectores de la población y más específicamente a aquellos situados en las posiciones más desfavorecidas de la estructura social. Aún cuando resulte difícil de creer para un país que, como el nuestro, se ha jactado durante décadas de la enorme o incluso cuasi-universal cobertura de sus instituciones de enseñanza, esta afirmación se verifica hasta cierto punto de todos los niveles del sistema educativo, aún cuando, como es de esperar, adquiere más fuerza a medida que escalamos la jerarquía de las credenciales y diplomas.

Ahora bien: cuando décadas de democracia meramente retórica comienzan a traducirse en un proceso de democratización efectivo – y nos apresuramos a señalar que este es un proceso que han sufrido en mayor o menor medida buena parte de los países de Occidente entre la segunda posguerra y el último tercio del siglo XX – comienzan a ingresar a los establecimientos de enseñanza primaria, secundaria y – sobre todo – superior, alumnos provenientes de sectores de la estructura social que habitualmente no accedían, ya fuera al sistema educativo en general, ya a sus niveles superiores y más prestigiosos en particular. En la medida en que estos actores traían con ellos disposiciones y repertorios culturales que no siempre coincidían con los de la población “no marcada” que constituía la clientela privilegiada – y prevista por diseño – de las instituciones de enseñanza (ie. sectores medios o populares urbanos relativamente integrados a través del trabajo asalariado y el consumo, en vías de ascenso social), su ingreso al sistema educativo tuvo por efecto desnudar de manera implícita e indiscutiblemente brusca el sociocentrismo encubierto de un sistema educativo que postula como universales (y por tanto, como patrón de normalidad psicológica y moral) condiciones de subjetivación y sociabilidad que constituyen meramente el repertorio de esos sectores (WILLIS 1988, REDONDO 2002). Puesto de modo ligeramente más sencillo: las instituciones de enseñanza suponen ciertas disposiciones psicológicas y ciertas formas de sociabilidad que son postuladas como si fueran universales (y en esto el lenguaje psicológico en el que se ha refugiado con frecuencia la pedagogía ha sido una herramienta muy eficaz) pero que de hecho sólo se predican de aquellos actores sociales para quienes las instituciones y dispositivos del sistema educativo han sido diseñados en primer lugar (NOEL 2006). Así es que este ingreso de estos estudiantes provenientes de sectores sociales con disposiciones contrastantes con las previstas por el diseño de las instituciones de enseñanza está en la base de ese malestar y esa incertidumbre a las cuales venimos haciendo referencia desde el inicio del presente texto.

Mucho se ha insistido desde la bibliografía acerca del papel de nuevas y diferentes formas de subjetivación y sociabilidad sobre las instituciones de la modernidad, ya se trate de las producidas por la lógica del “nuevo capitalismo” (SENNETT 2000), por la denominada “cultura digital” (COREA y LEWKOWICZ 1999), por la erosión de las formas de autocoacción producidas por lo que ELIAS denominara el “proceso de civilización” (TENTI FANFANI 1999) o por las aceleradas transformaciones producidas en la subjetividad de ciertas fracciones de los sectores populares urbanos (KESSLER 2004, MERKLEN 2005) y nosotros mismos hemos insistido en más de una ocasión en su importancia (NOEL 2006, 2009). Sin embargo, en ocasiones, la insistencia cuasi exclusiva sobre estos factores corre el riesgo de arrinconar el argumento en ese cul de sac culturalista caro a quienes denomináramos pragmáticos: es menester atemperarlo con una consideración sociológica de las constricciones objetivas configuradas por la posición de los actores en la estructura social y los recursos que ésta pone a su disposición (o fuera de su alcance).

Ahora bien: para el caso particular de las instituciones de enseñanza universitaria en la Argentina, la crisis mencionada – crisis que, una vez más está lejos de ser privativa de nuestro país, pese a nuestras pretensiones habituales de excepcionalidad solipsista – resulta de la coincidencia entre una voluntad explícita y sin duda alguna bien intencionada (aunque quizás algo ingenua respecto de sus posibilidades reales a partir de los medios disponibles) de democratizar la enseñanza universitaria, (en el marco de un proyecto más general de democratización iniciado a la salida de la última dictadura cívico-militar en 1983) incluyendo en la convocatoria a muchos de los sectores sociales tradicionalmente postergados y, por otro lado, las profundas transformaciones que habrían de sufrir quienes históricamente constituyeran la mayor parte de su población específica: los sectores medios urbanos. Más concretamente: la Universidad argentina estuvo sustentada durante mucho tiempo sobre la base de un modelo de estudiante – coincidente, aunque sólo en parte, con ese que DUBET y sus colaboradores (1993, 1994) siguiendo a BOURDIEU y PASSERON (1988) denominaran “el heredero” – y que podía describirse de manera aproximada como un joven que, inmediatamente después de finalizar su educación secundaria y sin solución de continuidad, ingresaba a la universidad transformándose en un estudiante de tiempo completo. La pregunta ritual “¿estudiás o trabajás?” que varios de nosotros tuvimos ocasión de escuchar en nuestros años de estudiantes rendía testimonio del vigor de este modelo: al final de la escuela media – para aquella minoría que disfrutaba del privilegio de terminarla – la trayectoria biográfica se bifurcaba en dos direcciones posibles: una carrera universitaria (lo cual excluía tanto la obligación como la posibilidad de trabajar) o una inserción relativamente temprana en el mercado laboral, generalmente como asalariado, con menor frecuencia como cuentapropista. Como quiera que sea, la Universidad era considerada dentro de los marcos biográficos de quienes contaban con la posibilidad de acceder a ella como un paso posible – o incluso deseable – que implicaba la continuidad de un proceso de formación que habría de retrasar durante algunos años la entrada en el mercado laboral, apostando a postergar la gratificación del autosustento a cambio de una mejor posición futura posibilitada por las credenciales provistas por la institución universitaria (WILLIS 1988).

Sin embargo, aún cuando los estudiantes que pueden asimilarse en mayor o menor medida e este modelo estén lejos de desaparecer – y puedan incluso en universidades, facultades, regiones o carreras específicas seguir siendo una mayoría visible – las condiciones objetivas requeridas para la producción de trayectorias de esta clase (en el límite, una familia que esté en posición de sostener económicamente al estudiante a lo largo de toda su carrera universitaria) son cada vez menos frecuentes – o en cualquier caso mucho menos frecuentes de lo que acostumbraban ser. Como lo han señalado numerosos trabajos publicados en los últimos años, la estructura social de nuestro país ha sufrido vigorosos cambios en las dos o tres décadas pasadas (BECCARIA y VINOCUR 1999, MURMIS y FELDMAN 2002, GUADAGNI et alii 2002, KESSLER y DI VIRGILIO 2003, SVAMPA 2005) configurando un proceso de creciente heterogeneización de la sociedad argentina que puede leerse como el desmantelamiento de una determinada matriz societal, y su reemplazo por otra. Así, si durante el segundo tercio del siglo XX podría considerarse a la Argentina como una sociedad relativamente integrada – al menos en comparación con el resto de América Latina – caracterizada por la presencia de una importante clase media urbana que resultaba de un proceso de movilidad social ascendente que se daba por sentado7, los años finales del siglo pasado y los primeros del que corre serán testigos de un aumento sostenido de la desigualdad social y la polarización, al tiempo que el empobrecimiento deviene la experiencia cotidiana de buena parte de la otrora vasta clase media argentina (MURMIS Y FELDMAN 2002, SVAMPA 2000, 2005). Asimismo, este empobrecimiento no solo alude a aquellos sectores que han caído por debajo de la línea de pobreza, sino a aquellos que aún permaneciendo por encima, han visto reducirse sus ingresos, y por consiguiente se han visto obligados a introducir cambios en su estilo de vida (MINUJÍN 1993, KESSLER y DI VIRGILIO 2003).

Como consecuencia de una serie de políticas económicas implementadas a partir de la dictadura cívico-militar instalada en 1976 (BECCARIA y VINOCUR 1991) – y sostenidas con mayor o menor entusiasmo retórico hasta el momento presente – la pobreza comenzará a cobrar una intensidad inusitada para el país, alcanzando los niveles típicos de la región, lo cual es doblemente trágico teniendo en cuenta que este deterioro se produce en una sociedad con niveles relativamente elevados de bienestar, distribuido de manera razonablemente equitativa entre la población. Luego de un breve paréntesis, el modelo económico del gobierno cívico-militar será retomado casi al pie de la letra a partir del año 1989 y la Ley de Convertibilidad, con la consiguiente revaluación del peso, unida a la disminución de la protección arancelaria, afectará negativamente a la industria nacional. En consecuencia, durante la década de 1990 se produce una concentración y centralización del capital, por los accesos diferenciales al crédito y harán su aparición por vez primera los “nuevos pobres”8 a la vez que aumenta el impacto general de la pobreza, y recrudecen el desempleo, el subempleo y las inserciones laborales precarias e inestables. Todos estos procesos impactan con particular fuerza entre los jóvenes – la “clientela” histórica de las instituciones universitarias – de quienes hace varios años ya que se sabe que sus valores en relación con los principales indicadores de precariedad socioeconómica – pobreza, indigencia, desempleo – duplican los promedios de la población en general.

Sin embargo, aún cuando buena parte de estos actores hayan sufrido importantes menoscabos tanto en su poder adquisitivo como en su seguridad ontológica, no sólo la enseñanza universitaria no ha perdido nada de su prestigio entre los fragilizados sectores medios, sino que su eficacia pasada como garante de un relativo ascenso social ha atraído y sigue atrayendo con mucha fuerza a una parte nada despreciable de los sectores populares urbanos que habitualmente no accedían a la enseñanza universitaria (ya sea porque no la consideraban una opción deseable frente a la entrada temprana en el mercado de trabajo, ya porque la veían por fuera de sus posibilidades). Cabe subrayar que aún cuando esta eficacia pueda estar de hecho sobredimensionada en la medida en que expresa una esperanza basada en un escenario social que ha quedado atrás en virtud del proceso de devaluación de las credenciales universitarias, sigue siendo cierto que un título universitario mejora las perspectivas de inserción laboral, aún cuando esto no implique necesariamente una inserción particularmente favorable o acorde a las competencias provistas por el diploma adquirido9.

Así, de la convergencia de estos dos factores – acceso creciente de estudiantes provenientes de sectores que no solían acceder a la enseñanza superior, transformación de las inserciones estructurales y trayectorias biográficas de sus “clientelas” históricamente predominantes – resulta el hecho de que la Universidad argentina esté recibiendo una gran cantidad de estudiantes que no coinciden con ese modelo histórico hegemónico fundado sobre una clase media relativamente homogénea, a partir del cual las instituciones de enseñanza superior construyeron sus supuestos y expectativas acerca de qué y cómo debe ser un alumno y, por tanto, sus criterios de exigencia y rendimiento. El efecto de este cambio es demasiado bien conocido: refugiándose en una ideología meritocrática aparentemente imparcial la Universidad consigue retener sólo a aquellos estudiantes que cuentan con los recursos suficientes para sostener sus exigencias, los cuales son casi siempre aquellos provenientes de sectores sociales relativamente privilegiados10. Es esta transcripción de las diferencias sociales en clave meritocrática la que da cuenta de esas evaluaciones en clave moral e individual a la que hacíamos referencia en la sección precedente, con las que muchos docentes universitarios censuran a aquellos de sus alumnos cuyo rendimiento no coincide con sus expectativas habituales.

Trayectorias Novedosas

Caracterizados estos procesos, apenas puede sorprender que – como lo muestran los resultados de nuestro trabajo de campo en instituciones de enseñanza superior – aparezcan cada vez en mayor número estudiantes universitarios con trayectorias fuertemente divergentes de las asimilables a ese tipo ideal que aquellos que hemos pasado por la universidad hace dos o más décadas internalizamos como modelo de estudiante universitario – particularmente cuando podemos incluirnos en él con cierta facilidad – y que sin haber desaparecido coexisten en las aulas con los herederos de muchos de los efectos deletéreos de las profundas transformaciones sociales y culturales que nuestro país ha atravesado en las últimas décadas.

Quizás el grupo más visible – aún cuando su presencia siga siendo notoriamente minoritaria – está constituido por estudiantes jóvenes de sectores populares que acceden a la educación universitaria por primera vez, esto es, estudiantes que pertenecen a familias que no tienen miembros en las generaciones precedentes – o incluso allegados o afines – que hayan pasado por la educación universitaria (y, en casos extremos, siquiera por la escuela media). Estos jóvenes provienen de familias de sectores populares con una gran variabilidad en la acumulación de capital cultural y escolar, y con inserciones en la estructura socioeconómica que van desde “inestable” a “precaria”11. Al interior de esta categoría podemos distinguir, a su vez, una variedad de trayectorias.

Una primera clase de estudiantes incluye a aquellos jóvenes de sectores populares que con toda probabilidad hace unas décadas hubiesen estado en vías de ascenso social, y que se describen a sí mismos como actores típicos de sectores populares en su inserción socioeconómica y geográfica, con la importante salvedad de “que estudian”, en un ambiente en el que la mayor parte de los jóvenes de su edad “no estudian”, sino que prefieren “juntarse en la esquina y tomar cerveza” o “andar en ambientes ‘jodidos’ [delictivos]”. Aquí el factor relevante que permite construir un diacrítico de distinción con sus homólogos “del barrio” parece ser un sostenido compromiso familiar con “el estudio” como un valor a sostener y apuntalar, más allá del costo que esto involucra (sumamente alto en la medida en que la adhesión consistente a compromiso prescribe que otros miembros de su familia “en edad de hacerlo” también estudien).

No hace falta señalar que sostener este compromiso implica un sacrificio considerable, en particular allí donde los padres – identificados con el modelo ideal-típico de estudiante universitario al que hemos hecho referencia – alientan a sus hijos para que se dediquen al estudio full time, ya que esto implica que no estarán en condiciones de contribuir con el ingreso familiar12. Apenas puede disimularse la fuerza moral de este ideal: una y otra vez a lo largo de nuestro trabajo de campo hemos encontrado firmemente instalado en los padres de estos sectores sociales el imperativo de que “corresponde” que los hijos que estudian – así como los gastos específicos del estudio – sean solventados económicamente por ellos. Correlativamente los estudiantes de este grupo señalan que la posibilidad de “llevar al día” una carrera “se complica” en el caso de verse obligados a trabajar, debido a que las demandas de tiempo por parte de la Universidad suelen ser sumamente altas. Resulta en efecto una constante que aquellos alumnos que provienen de sectores sociales más bajos – alegando en no pocas ocasiones déficits en su formación escolar previa13 – declaren dedicar muchísimo tiempo a estudiar en sus hogares, incluso al punto de tener que resignar actividades extrauniversitarias, recreativas o de otra naturaleza. Claro que la posibilidad de llevar a la práctica este ideal de estudiar-sin-trabajar frecuentemente se diluye en la práctica, particularmente cuando son varios los hijos en edad universitaria para quienes los padres deben contribuir a su sustento. Por esta razón es que estos estudiantes se ven con frecuencia obligados a desarrollar recursos alternativos que les permitan mantener las exigencias de una carrera universitaria, particularmente los gastos de transporte y materiales.

Allí donde los alumnos de este grupo se muestran conscientes de su proveniencia social, suelen expresar simultáneamente un orgullo proveniente de la educación como marca de distinción (al que se agrega la conciencia de tener acceso a un medio universitario por vez primera) y la percepción de muchas de las limitaciones ya señaladas que esta posición supone en términos de las exigencias planteadas por el medio universitario.

Otros estudiantes, en cambio, pertenecen a sectores de inserción incluso más precaria en la escala socioeconómica: las trayectorias más usuales dentro de este grupo suelen incluir mujeres jóvenes provenientes de hogares extensos o compuestos (con muchos hermanos o hijos pequeños a su cargo14) que viven con sus progenitores y que se desempeñan en actividades remuneradas habitualmente asociadas a esos sectores (el empleo doméstico es el ejemplo más saliente). A diferencia del caso precedente, sus trayectorias son excepcionales no sólo en el marco de su sector social, sino incluso en el seno de su familia, donde la mayor parte de sus allegados – en especial los hermanos – tienen trayectorias más “típicas” de los sectores populares y que no involucran el estudio universitario como horizonte de posibilidad o de deseo.

Si bien, al igual que en el caso del tipo anterior, muchos de estos estudiantes pertenecen a la primera generación de sus familias que alcanzan la instrucción universitaria, el contraste con la generación que precede a la suya es aún mayor, si bien se mantiene la intensidad de la expectativa de ascenso social y laboral a través del estudio. No obstante, pese a que estos estudiantes provengan de familias sin tradición universitaria, encontramos tanto el mandato como las expectativas de ascenso vinculadas a la carrera firmemente instaladas, aún cuando la libertad en la elección de la carrera específica se vea limitada por consideraciones tanto económicas como afectivas.

Una vez más encuentra aquí plena vigencia la suposición de que “estudiar” y “trabajar” son alternativas mutuamente excluyentes, y que el estar estudiando justifica la obligación de los padres de mantener a sus hijos para que sigan estudiando, aún cuando, como en el caso anterior, subsista la “tentación” de salir a trabajar. A esto se agrega, en ciertos casos, una perspectiva que coloca al apoyo familiar para poder estudiar en el marco de una relación de reciprocidad que se prolonga en el tiempo. Esta reciprocidad – en contraste con el caso precedente – también alcanza la distribución de tareas entre el “estudiar” y el “ayudar” en las tareas del hogar, que se alternan en una rutina más compleja y sumamente costosa de mantener.

Como quiera que sea, es cierto de casi todos los casos que hemos tenido ocasión de analizar en nuestro trabajo de campo que los jóvenes pertenecientes a sectores populares sin antecedentes familiares de estudios superiores acceden por primera vez a la Universidad en el marco de fuertes expectativas ligadas a la posibilidad de ascenso social, cultural y laboral a través del estudio. Como hemos ya señalado, estas expectativas están habitualmente apoyadas por la familia, que destina recursos de tiempo y de dinero para que sus hijos puedan dedicarle el mayor tiempo posible a la Universidad y sus requerimientos, dedicación que absorbe – según el testimonio de nuestros entrevistados – una porción significativa de su tiempo. También hemos encontrado que esta exclusividad que la Universidad demanda implícitamente, y que encuentra eco en los supuestos familiares, no está exenta de tensiones, tanto con el desempeño de las tareas hogareñas – dado que estos jóvenes viven con sus padres – como con el trabajo concebido como “tentación”, en cuanto posibilita un acceso inmediato a ciertos bienes deseables, en contraste con la postergación de la gratificación supuesta por el estudio universitario, un proyecto a mediano o largo plazo15.

La fuerte adhesión al modelo del “estudiante de tiempo completo” – reforzada siempre implícitamente por una Universidad que parece no haber registrado el impacto de los cambios sociales ya señalados, ni de las alteraciones en la composición de su alumnado – plantea, sin embargo un horizonte moral sumamente difícil de alcanzar (y esto en el mejor de los casos). Como resultado, estos estudiantes y sus familias suelen descubrir tarde o temprano – y la mayor parte de las veces es más bien temprano que tarde – que la exclusividad ideal de los estudios debe ceder a las presiones económicas o familiares más inmediatas, lo cual implica que las demandas de tiempo y rendimiento de la facultad ya no podrán sostenerse, obligando al retraso, la suspensión temporal, el desvío y – en casos extremos – el abandono de la carrera. Sin importar que las causas de estas alteraciones de las trayectorias modales supuestas por la institución universitaria sean ajenas a su voluntad, aparece casi siempre entre estos estudiantes una sensación de “fracaso”, contracara de la alta inversión afectiva que estos actores sociales depositan en la Universidad.

Aún cuando sean quizás las que más sobresalen, las diferencias en la proveniencia social no constituyen el único caso de trayectorias universitarias que se apartan de las expectativas que tanto la Universidad como sus agentes – basados en sus propias experiencias de socialización educativa – consideran “típicos”. Hemos encontrado con frecuencia otra clase de trayectorias que se apartan de lo que la Universidad considera implícitamente como norma, y son aquellas que involucran a adultos maduros que no ingresan a la Universidad en la etapa biográfica considerada habitual – esto es, al final de los estudios secundarios – sino que lo hacen luego de un hiato más o menos largo que involucra frecuentemente episodios complejos y sumamente diversos entre sí.

Allí donde se trata de actores con una posición económica algo menos precaria, suele suceder con más frecuencia que la apuesta al estudio como mecanismo de ascenso socio-laboral sea reemplazada por una consideración que entroniza “el estudio” como fin en sí mismo. Sin embargo, algunos casos de estudiantes que comienzan su formación universitaria ya adultos incluyen aquellos que provienen de familias de clase obrera o trabajadora “clásica”, para quienes la carrera no es pensada como fuente de progreso socio-laboral futuro, como la alternativa a un “trabajo” rutinario y repetitivo o como una vía de “realización” colectiva o individual, sino que surge de una necesidad coyuntural: ante la pérdida del empleo como consecuencia de la desindustrialización pronunciada en los ’90, el “estudiar” ofrece la posibilidad de una “reconversión” que permite a una persona de edad madura – al menos en los términos planteados por el mercado laboral – mantenerse “empleable”16.

Ahora bien, como hemos mencionado más de una vez, una Universidad construida sobre la base de la expectativa de un alumno de tiempo completo supone para los alumnos una demanda considerable en términos de tiempo. Sobre este fondo común en el que la Universidad absorbe una cantidad considerable de tiempo, se destacan situaciones particulares que merecen un análisis más detallado. Las consideraciones en torno al trabajo, por ejemplo, y a la tensión entre las demandas de éste y las de la Universidad ocupan un lugar absolutamente central en el discurso de los estudiantes, particularmente en el de aquellos jóvenes que no cuentan con el sostén económico de los padres (o en aquellos casos en que éste no es suficiente), o de aquellos adultos deben conciliar las demandas de la institución universitaria con las de obligaciones familiares o laborales preexistentes (aunque tratándose aquí de alumnos adultos, la figura familiar de referencia pase a ser el cónyuge o los hijos y ya no los padres o los hermanos). Así, para aquellos alumnos que trabajan regularmente – ya se trate de estudiantes de sectores populares o de clases medias empobrecidas – aparece en forma recurrente en sus evaluaciones de la vida universitaria una serie de atributos negativamente valorados, referidos específicamente a la dificultad de compatibilizar la experiencia universitaria tal como es propuesta en forma implícita por la institución con las demandas de su universo laboral o familiar. La actitud de la mayor parte de estos estudiantes enfrentados a estas demandas parece ser de una suerte de “resignación realista”, encarnada en la afirmación de que la carrera les demandará más de lo que el plan estipula.

Si bien muchos alumnos de hecho intentan – y hasta cierto punto consiguen – compatibilizar las demandas contradictorias en términos de tiempo y de esfuerzo, del trabajo y del estudio (aunque siempre al precio de un alargamiento de la carrera en término de los tiempos y plazos exigidos por los planes) en algunas ocasiones las entradas y salidas del mercado laboral, sobre todo si son forzadas, implican postergaciones algo más dramáticas o incluso interrupciones de longitud considerable. Asimismo el ingreso al mercado de trabajo no es la única fuente de disrupción de la carrera universitaria: el matrimonio (particularmente en el caso de las mujeres de sectores populares) o el embarazo – planificado o no – también implican, una postergación adicional y en casos extremos aún el abandono del proyecto universitario, dando lugar a trayectorias sumamente complejas y desdibujadas17. Adicionalmente, en el caso de que ambos cónyuges estudien, las demandas de tiempo de ambas carreras les exigen desarrollar estrategias de alternancia entre las trayectorias universitarias y biográficas de uno y de otro. Apenas hace falta señalar que la vida familiar presenta demandas de tiempo no menos contradictorias con la exigencia universitaria que aquellas planteadas por las demandas laborales, particularmente en el caso de las mujeres, que sufren el efecto de la “triple jornada” (JELIN 2004).

Como resultante de todas estas constricciones, más allá de su origen, una cantidad cada vez mayor de estudiantes universitarios se ve empujado por una variedad particular de esa constante coacción al cambio que KESSLER y DI VIRGILIO (2003) señalaban como propia de los sectores medios empobrecidos, viéndose obligados en forma constante a tomar decisiones tácticas en las cuales la continuidad de su carrera universitaria en los términos implícitamente postulados por la institución es un factor más a ser considerado en una ecuación compleja, incierta y en constante redefinición. Quizás uno de los fenómenos más interesantes al analizar estas trayectorias esté dado por el hecho de que el abandono definitivo de la carrera universitaria no suela ser la opción por default, y que los estudiantes recurran a numerosas maniobras para evitar este desenlace indeseable. Cierto es que este escenario complejo suele generar trayectorias que se apartan considerablemente de los recorridos lineales supuestos por el imaginario histórico de la institución universitaria (esto es, una persona que comienza su carrera y la sostiene sin interrupciones, aunque quizás con ocasionales retrasos, a lo largo de varios años).

Al contrario: nos encontramos con una frecuencia cada vez mayor con trayectorias fragmentarias, que se alargan, se interrumpen, realizan saltos de carrera, de unidad académica, de universidad, se reconsideran, se suspenden y se reanudan en una o más ocasiones a lo largo de lapsos que abarcan años, o incluso décadas, en el marco de trayectorias biográficas increíblemente complejas y sumamente inestables18. Y aunque a la luz de las expectativas implícitas de la institución universitaria y de muchos de sus agentes se trate de “fracasos” – evaluados, claro está, contra el fondo moralmente cargado de una trayectoria modal que dejó de ser posible para gran parte de los aspirantes a un título universitario hace ya varias décadas – son, a los ojos de los propios estudiantes, éxitos indiscutibles en la medida en que esas astucias tácticas faut de mieux, les permiten conservar un que nunca se cierra del todo con una formación universitaria que sigue brillando con fuerza en un futuro quizás no inmediato, quizás postergado sine die, pero al que rara vez se renuncia del todo.

Reflexiones Finales

Sin embargo, buena parte de las instituciones universitarias públicas – aunque en estricta justicia también existen honrosas excepciones – demuestran una ceguera difícilmente conciliable tanto con el lugar que reclaman como instituciones de producción de saber como con su inspiración democrática a la hora de interrogarse respecto de los alcances y efectos de las modificaciones sociales y culturales en la Argentina reciente (de las que, no hace falta decirlo, apenas hemos arañado la superficie). Cierto es que esta ceguera se ejerce de modo implícito y probablemente no deliberado, mediante el sostenimiento acrítico de una serie de prácticas y dispositivos que siguen construidos alrededor de ese modelo del estudiante de tiempo completo al que hemos tenido ocasión de referirnos a lo largo de todo el texto, y al que cada vez menos y menos estudiantes tienen posibilidad de conformarse. Mas sin importar sus causas y la ausencia de malicia sus efectos son, desgraciadamente, demasiado visibles, y los habituales diagnósticos normativos, que transcriben en términos de fallas morales individuales lo que no son sino efectos de trayectorias biográficas sumamente complicadas ciertamente no ayudan a poner de relieve los contornos y alcances del problema.

Claro que esta constatación supone un peligro: ese deslizamiento culturalista y populista al que nos hemos referido al comienzo de este mismo texto (y con bastante más detalle en otras ocasiones) como la “tentación pragmática” (NOEL 2009, 2010), y que consiste, bajo la apariencia de un argumento compasivo y “progresista”, renunciar a los objetivos explícitos de las instituciones de enseñanza, consolidando así la vigencia de “circuitos” degradados en los cuáles aquellos estudiantes con menor acumulación de capital pierden toda posibilidad de acrecentarlo. Los temores y las amenazas respecto de una posible “pérdida de calidad” en la educación superior no están del todo desencaminados, en este sentido, y refractan de manera algo basta pero ciertamente eficaz un caveat que no debemos perder de vista en los debates acerca de lo que debe ser y de cómo debe serlo la Universidad – y sobre todo la universidad pública – contemporánea.

La otra posibilidad, claro está – y cuenta con la ventaja de ser mucho menos costosa – es seguir haciendo las cosas como hasta hoy y, bajo el paraguas de una supuesta Universidad “democrática”, seguir seleccionando alumnos sobre la base del “mérito”, es decir sobre la base de su posición social y los recursos materiales y simbólicos acumulados por su familia, y seguir evaluándolos como si dispusieran de los mismos recursos y oportunidades de los que dispusimos nosotros hace una o dos generaciones. Y, de paso, darle argumentos a los que piden por el “blanqueamiento” de una selección de facto inscribiéndola en dispositivos explícitos que legitimen con la autoridad de la imparcialidad meritocrática y sancionen con una indignación moral expresada en términos caracterológicos la confirmación y el aumento de una desigualdad que en las últimas décadas no ha dejado de crecer (GUADAGNI et alii 2002).

Mas si ninguna de ambas soluciones nos satisface, no nos queda más remedio que apostar por una serie de estrategias que, situándose más allá del populismo condescendiente y más acá de la meritrocracia irreflexiva, abran un espacio de interrogación para las instituciones universitarias y que comiencen por el reconocimiento de que – al igual que para la sociedad Argentina en general, si es que cabe hablar de tal cosa – una matriz de población universitaria ha sido reemplazada por otra que exige dispositivos, estrategias y procedimientos nuevos que – sin renunciar a ninguno de los objetivos de la educación universitaria, con todo lo que ello implica – hagan posible para la mayor cantidad posible de estudiantes (y no sólo para aquella minoría que tiene la fortuna de seguir correspondiéndose con el modelo históricamente hegemónico) llevar adelante sus proyectos de vida en lo que hace a la formación superior.

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Notas

1 “La crisis de 2001” o “Diciembre de 2001” hace referencia a una serie de eventos que configuraron la mayor crisis institucional, política, social y económica de las últimas décadas en Argentina, y que representaron la eclosión de las contradicciones implícitas en una década de políticas neoliberales inspiradas en el denominado “Consenso de Washington”.

2 La experiencia nos ha enseñado que nunca está de más recordar la naturaleza mitológica de esta reconstrucción nostálgica e idealizada de una escuela que en el pasado habría funcionado sin conflictos ni roces, cumpliendo de manera ejemplar con su propósito de “educar al soberano” (NOEL 2009:28, 100)

3 Este desajuste entre capital económico y capital cultural y social es típico de los sectores medios precarizados en épocas recientes y que la literatura sociológica ha denominado “nuevos pobres”, a quienes ya tendremos ocasión de referirnos.

4 Como hemos señalado más de una vez, retomando un argumento de HALL y JEFFERSON (2002:57), las ciencias sociales ignoran con frecuencia el hecho de que el impacto de un evento o proceso afectará de manera diferente a actores sociales diversos dependiendo del punto de sus trayectorias biográficas en que éstos se encuentren: no es lo mismo atravesar una crisis económica o social al principio de la trayectoria laboral que cuando uno se encuentra en la edad madura, o próximo a jubilarse.

5 Volveremos sobre este punto en nuestras Reflexiones Finales.

6 Esta discrepancia nos recuerda una vez más la importante lección metodológica de que las categorías morales de los actores deben ser evaluadas en situaciones de uso concreto y no mediante entrevistas (HOWELL 1997, BALBI 2008)

7 Cabe señalar que en los últimos años esta imagen de la sociedad argentina como definida por la presencia de una vigorosa clase media ha comenzado a ser revisada y matizada (cf. ADAMOVSKY 2009, VISACOVSKY y GARGUIN 2009, entre otros).

8 Según KESSLER y DI VIRGILIO (2003) los “nuevos pobres” forman un estrato híbrido, ya que se muestran afines a los sectores medios en lo que hace a parámetros socioculturales de largo plazo, tales como nivel educativo y tamaño y composición de la familia, pero próximos a los pobres estructurales en variables socioeconómicas de corto plazo como nivel de ingresos, subempleo y ausencia de cobertura social. Los nuevos pobres forman asimismo un estrato sumamente heterogéneo, dado que en virtud de la polarización y la diversidad de trayectorias, el estrato reúne a los “perdedores” de cada categoría profesional, en un escenario de dispersión de ingresos de larga data al interior de cada categoría profesional (BECCARIA y VINOCUR 1991). A esta heterogeneidad de trayectorias se corresponde una heterogeneidad de experiencias, dado que cada uno de estos hogares debe introducir una serie no planificada ni prevista de cambios en su vida cotidiana otrora estable. Tanto es así, que algunos autores (KESSLER y DI VIRGILIO 2003) colocan en el centro de su experiencia lo que denominan una constante coacción al cambio, lo cual implica que incluso los aspectos otrora más rutinarios de la vida cotidiana – trabajo, educación, recreación, tiempo libre, consumo en general – son sometidos a revisión, modificación y suspensiones de manera constante, de manera que los individuos se ven en la obligación de tomar decisiones constantemente como resultado de la multiplicación de los esfuerzos para estabilizar un vida cotidiana jaqueada por la crisis económica (cf. MINUJIN 1993, KESSLER 2000, LVOVICH 2000, KESSLER y DI VIRGILIO 2003).

9 Como lo señalan entre otros BECCARIA y VINOCUR (1991) y GROISMAN (2003), de un escenario en el cual las chances de estar desempleado se distribuían en forma relativamente independiente de las credenciales educativas, hemos pasado – a partir de 1995 – a una situación en el cual las posibilidades de obtener empleo están directamente ligadas a las mismas.

10 Cuando decimos “privilegiados” esto no sólo involucra, como sostenía BOURDIEU, el capital cultural acumulado: a veces se trata simplemente de la posibilidad económica de sostener una carrera universitaria relativamente costosa (y siempre lo es, aún en una universidad gratuita, particularmente cuando se la considera desde el punto de vista del costo de oportunidad que implica no trabajar, o trabajar part-time, tema sobre el que volveremos en breve).

11 Algunos de mis informantes, en el marco de entrevistas individuales o grupales, pusieron reparos a la precisión de esta caracterización, señalando que ellos mismos – ahora docentes universitarios – habían sido los primeros graduados universitarios de su familia. Si bien esto es estrictamente cierto, no debemos caer en la trampa de pensar estas trayectorias como homólogas: si en el caso de los docentes entrevistados, su acceso a la Universidad representa la etapa final de un proceso intergeneracional de acumulación paralela de capital económico y educativo, en el caso de los estudiantes cuya caracterización estamos construyendo se trata de un “salto” hacia adelante en un momento de estancamiento o incluso de deterioro sostenido de su situación socioeconómica, que busca compensar mediante una súbita (y costosa) acumulación de capital escolar la imposibilidad de adquirir capital económico por otros medios otrora habituales.

12 Asimismo, a las tensiones entre “estudiar” y “trabajar” – concebidas como alternativas excluyentes – se agregan las que surgen entre “estudiar” y “ayudar”, concebido como participación en las tareas domésticas comunes. En la intersección entre ambas distinciones se sitúan aquellos estudiantes cuyos padres tienen un comercio, en cuyo caso los hijos muchas veces intentan retribuir su ayuda económica colaborando con ellos a contraturno.

13 En ocasiones particulares estas dificultades se combinan con algunos déficits más específicos de capital cultural, por ejemplo, los relacionados con el dominio del idioma inglés.

14 Como puede suponerse, el tener un hijo representa para las alumnas que son madres, una presión adicional sobre el siempre escaso recurso del tiempo, así como sobre la posibilidad de cumplir con los tiempos y plazos que la Universidad propone como modales en el desarrollo de una carrera.

15 cf. WILLIS (1988) para un análisis de la atracción del “trabajo” como fuente de gratificación inmediata en jóvenes ingleses de sectores populares.

16 Sin embargo, esta reconversión no sólo tiene aspectos laborales sino también identitarios y está lejos de carecer de aristas problemáticas. Del mismo modo que lo señalado en algunos de los casos precedentes, existen déficits específicos de capital cultural – idiomas, informática – que son enumerados como obstáculos a la hora de acceder al espacio universitario aún cuando, como en las trayectorias anteriores, existan estrategias para sobreponerse a ellos.

17 A esto podemos agregar otros imponderables, como problemas de salud propios o de allegados.

18 Si bien no disponemos de la suficiente información como para evaluar su alcance en términos cuantitativos, es necesario señalar que muchos casos que las Universidades registran como “abandono” corresponden, puestos en el marco de las trayectorias fragmentadas ya mencionadas, hiatos o “pases” a otras unidades que quedan “debajo del radar” de los procedimientos burocráticos de registro.

Gestión Universitaria
ISSN  1852-1487

http://www.gestuniv.com.ar

Vol.:02
Nro.:02
Buenos Aires, 15-03-2010

Recibido el: 01-03-2010 ; Aprobado el: 05-03-2010

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